Las homilías, mensajes o sermones que he estado trayendo a mi iglesia este año forman parte de una serie que intenta indagar en un libro diferente de la Biblia cada domingo. Me percaté que en los años que llevo como predicador existían libros de los que tal vez no había predicado ni una vez –los predicadores tendemos a establecer nuestro propio canon particular- y decidí emprender este viaje homilético a través de los sesenta y seis libros que reconoce nuestra Biblia protestante. Únicamente en el caso del libro de los Salmos me extendí con cinco sermones teniendo en cuenta las cinco respectivas colecciones que componen este antiguo himnario hebreo, en el resto de los libros de los que he expuesto hasta el momento me he concretado a un mensaje que intente abordar lo más significativo y adoptando el punto de vista cristocentrico, es sabido que a través de toda la Escritura corre un hilo de sangre que lleva siempre a la muerte de Jesús en el Calvario.
El pasado domingo correspondió su turno al Eclesiastés, título en la Septuaginta a lo que podría traducirse del griego como El Predicador y adjudicado al sabio Salomón. En principio pensé limitarme a los que muchos consideran como versículos centrales del libro:
Miré todas las cosas que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu (1.14).
Y las palabras finales: El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala (12.13-14).
Aunque este era mi plan original dirigido a un clásico mensaje sobre el Eclesiastés, a la hora de pelear con el libro fue el verso 11 del capítulo 12 quien me causó inquietud y terminó llevándose la categoría de texto base para el sermón. Este aparentemente sencillo verso que tantas veces me había pasado inadvertido de repente me abrió el camino de un intertexto bíblico arrojándome luz sobre otros pasajes que ya otras veces me habían ocasionado inquietud.
El verso en sí reza de la siguiente manera:
Las palabras de los sabios son como aguijones; y como clavos hincados son las de los maestros de las congregaciones, dadas por un Pastor.
Este verso, a la vez que servía también para resumir de cierta manera todo el libro de Eclesiastés me facilitaba la reflexión cristocentrica del mensaje. Como un resorte me hizo recordar el pasaje de Juan 6.60-71 que comienza con palabras de oyentes cercanos al mensaje punzante de Cristo: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?, con eco en las palabras de Pablo en textos numerosos como en 1 Corintios 1.18: Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden…
Resulta una figura literaria que arroja profundo significado el tomar un símbolo negativo como pueden serlo aguijones –que hacen pensar en la parte más temida de escorpiones o alacranes- o clavos hincados, como los que sufrieron las propias manos y pies de Jesús; para significar algo tan positivo y contrastante como pueden serlo las palabras de los sabios o maestros de las congregaciones dadas por un pastor. Y es verdad que a veces son tan insoportables y penetrantes las fuertes picadas de los escorpiones o alacranes como las palabras que presuponen verdad y vida, máxime en el evangelio de Jesús.
El viaje hipertextual me llevó hasta el enigmático relato de las suigeneris langostas de Apocalipsis 9.1-11 que dan cumplimiento al quinto toque de trompeta y que constituyen el denominado primer Ay. El trabajo de estas langostas operaba contra quienes no tuviesen el sello de Dios en sus frentes (v. 4), su función era atormentarles y su picadura contra ellos era como de escorpiones. Tradicionalmente estos extraños personajes han sido vistos como negativos, a la luz de los pasajes aludidos y de reflexiones que ya he realizado con anterioridad yo sostengo mi propia interpretación que bien pudiera resumirse en el texto central de Eclesiastés 12.11. Les veo como servidores de Dios contra el mal, sus características (v. 7-10) resultan muy peculiares: semejante a caballos preparados para la guerra; en las cabezas tenían como coronas de oro; sus caras eran como caras humanas; tenían cabello como cabello de mujer; sus dientes eran como de leones; tenían corazas como corazas de hierro; el ruido de sus alas era como el estruendo de muchos carros corriendo a la batalla; TENÍAN COLA COMO DE ESCORPIONES, Y TAMBIÉN AGUIJONES; y en sus colas tenían poder para dañar a los hombres durante cinco meses. A pesar de la interpretación realizada por la mayor parte de los comentarios bíblicos, su rey, a pesar del nombre que prejuicia, es un ángel y no un demonio y mucho menos Satanás como muchos a mi juicio han malinterpretado. A mí más bien me recuerda al propio Jehová ejecutando la muerte de los primogénitos de Egipto en el Éxodo y a esa parte de la obra de Dios que consiste en arrancar, destruir, arrancar y destruir (Jeremías 1.10) antes de edificar y plantar.
Considero que estas langostas y sus aguijones, con el texto de Eclesiastés bien presente, ofrece un buen ejemplo a los que nos identificamos como seguidores de Jesús y que hoy nos vemos tentados a adular cuando más bien debíamos retar con nuestras palabras aún cuando a nuestros interlocutores les parezcan duras como lo parecieron a los interlocutores de Jesús. Digamos la verdad, a tiempo y fuera de tiempo (2 Timoteo 4.2). Aún cuando nos cueste, como le costó a Juan el Bautista. Claras palabras como lo fueron las de Jesús cuando llamó zorra a Herodes. Seamos las langostas del siglo XXI, sin piedad para quienes carecen del sello de Dios en sus frentes, con palabra que les pique como aguijón.