Siempre tuve el sueño de llegar a conocer a aquel obrero cuyo discurso recibiendo el Sajarov en Asburgo escuché en vivo vibrante de emoción gracias también a la magia de la radio. Nunca pensé en un futuro cubano post Castro con un Payá físicamente ausente. Menos imaginaba en la mañana de aquel domingo 22 de julio, mientras concluíamos jubilosos en nuestra iglesia una semana de intenso trabajo de lo que denominamos Escuela Bíblica de Verano, que aquella tarde en la que pretendía descansar de la fatiga física llegaría a mi móvil vía sms una inesperada noticia que me sacaría de mi ruta normal como mismo había sido sacado de la vía el auto en el que yo ignoraba se movía hacia el oriente de la isla el entonces ya inerte cuerpo de mi admirado Payá.
Impresiona como el ritmo de una vida y de toda una nación pueden ser alterados tan drásticamente. Si alguien me hubiese dicho aquella mañana dominical en la iglesia que apenas veinticuatro horas después yo estaría trasladándome lo más clandestinamente posible desde Villa Clara, mi provincia de residencia, hasta La Habana, para participar de los funerales de Oswaldo Payá Sardiñas yo no le hubiera creído. Pero así fue. Privado de asistir en octubre de 2011 a las breves exequias que recibió como homenaje la líder de las Damas de Blanco, Laura Pollán, debido a un descomunal cerco policial a mi vivienda me vi obligado a adoptar esta vez medidas extremas para poder escapar de Villa Clara. Pero tenía que hacerlo, especialmente luego de que en la madrugada del día 23, al despertar, a través de diversas radioemisoras extranjeras de onda corta, escuché la rasgada voz, que llegó a lo más profundo de mi alma, de Rosa María, la hija de Payá, no solo confirmando la muerte de su padre sino colocando también en total tela de juicio la versión oficial de un casual accidente de tránsito. Ella, seguramente aquella muchachita que aparecía feliz jugueteando junto a su padre en aquellas fotografías de la playa, me despertaba también a la cruda realidad de que no era una pesadilla lo que había tenido durante la noche y que la noticia de la muerte inconcebible de Payá no había sido un falso rumor del día anterior. Y logré emprender el precipitado viaje, y también llegar, aunque supe que muchos otros fueron apresados en diferentes tramos de la autopista nacional, y regresados por la fuerza a sus casas, especialmente en el punto denominado Aguada de Pasajeros donde numerosos opositores fueron atrapados, como fue el caso de mi amigo el caibarienense Javier Delgado Torna.
Justo diez minutos antes de que llegara el cuerpo que desde hacía horas una apesadumbrada multitud esperaba, y cual si hubiese sido traspuesto por la mismísima mano de Dios, ya estaba yo en la explanada que rodea la Parroquia San Salvador del Mundo, en Santo Tomás y Peñón, en el Cerro, sitio histórico y nido de todas las batallas espirituales y políticas del mártir. El mismo templo donde tantas fechas significativas había celebrado la familia Payá, ahora se convertiría en el recinto para despedir el cuerpo sin vida de alguien que teniendo como paradigmas a Cristo, a Varela y a Heredia pretendió, y de hecho abrió, el camino para cambiar la enferma y traicionada historia de Cuba. Las experiencias que viví en esta iglesia entre las tres de la tarde del 23 de julio y la mañana del 24 consolidaron en mí toda la influencia que a distancia y durante tantos años me había ejercido la epopeya cívica de un Proyecto, un Movimiento y un Hombre que habían tenido la virtud de enfrentarse a uno de los regímenes totalitarios más aferrados al poder que haya sufrido la cronología de América.
Las escenas, tan cargadas de emociones y sentimientos diversos no dejaban lugar a la fatiga física de quienes habíamos realizado un largo viaje, y la noche que nos separaría de la jornada siguiente, la del día 24, cuando tendría lugar la sepultura, fue demasiado corta como para contener tanto reencuentro y solidaridad. Todas las tendencias políticas de la oposición se hicieron presentes, como nunca antes, como lo hubiera soñado ver Payá en vida y como tanto lo había procurado si se recuerdan ejemplos concretos como lo demuestra el manifiesto «Todos Unidos», redactado por él mismo en 1999 para convertir su Proyecto Varela en un proyecto de toda Cuba, más allá de su persona o su Movimiento, como en efecto llegó a serlo. Más allá también de su iglesia para convertirlo en un puente al cambio para todos los cubanos católicos, protestantes, creyentes de otras tendencias, o no creyentes, porque en definitiva a todos nos afectaba el mismo poder totalitario.
No podré olvidar que una fuerza interior que no me es posible describir, la misma que me acompañó en todo el viaje desde Villa Clara me hizo romper un cordón que los confundidos agentes de la seguridad del Estado se atrevieron a intentar a la puerta del templo una vez que hubo penetrado el féretro, e impedían pasar a quienes quedábamos afuera. Recuerdo que delante de mí el cuello del periodista independiente Ignacio Estrada estaba inmovilizado por uno de los fornidos brazos de uno de esos agentes, fue entonces cuando me lancé al suelo y crucé por entre sus piernas abriéndome paso y penetrando el recinto literalmente corriendo, sorprendiendo a aquellos guardianes que alargaron en vano sus tentáculos para atraparme porque cuando vinieron a darse cuenta yo ya formaba parte de la multitud que hacía rebozar la iglesia, y avancé con igual ímpetu por el atestado pasillo lateral izquierdo hasta llegar casi hasta el altar sin que nadie pudiera detenerme. Ya dentro aplaudí a Payá con todas mis fuerzas como parte de la inmensa multitud que lo hizo por espacio de unos diez minutos que podían haberse multiplicado por horas si uno de los obispos presentes no hubiese tomado la palabra para realizar los rituales católicos propios de la ocasión. Unos minutos después ya estábamos la multitud y yo cantando con todas nuestras fuerzas el Himno Nacional que al terminar fue seguido por el grito de innumerables consignas que confluyeron en el grito unido y acompasado de ¡Libertad!, palabra a quien en honor a Dios y a la Patria dedicara Payá los mejores esfuerzos de su vida. Todavía estaríamos gritando ¡Libertad! si la viuda Ofelia no nos hubiese recordado desde el altar su imperiosa y comprensiva necesidad de orar y despedirse del rostro que tanto amara en vida. Un mar de pueblo de todas las tendencias políticas y religiosas desfiló entonces ante el féretro y dedicó su pésame a la adolorida familia.
5. Payá y la Iglesia Católica en Cuba
La Iglesia Católica dedicó a Payá todos los honores que él indudablemente merecía. El número de laicos así como de religiosas y religiosos presentes sería imprecisable. La alta jerarquía también se hizo presente. No solo los obispos auxiliares de La Habana Mons. Alfredo Petit y Mons. Juan de Dios, también Mons. Álvaro, obispo en Granma, donde tuvieron lugar los fatídicos hechos, se trasladó hasta La Habana, luego de haber jugado un papel fundamental el día anterior pues ante la desinformación que rodeó la muerte de un hombre extraordinario fue él quien hizo acto de presencia en el hospital de Bayamo donde tenían el cuerpo de Payá y realizó la confirmación definitiva de la tragedia ante la cual nos encontrábamos. Personalidades tan relevantes como Monseñor Carlos Manuel de Céspedes y muchos otros dedicados a las cátedras estaban allí. La Nunciatura Apostólica, al término de la misa oficiada por el mismísimo cardenal Jaime Ortega en la mañana del día 24, antes de partir para el entierro, hizo entrega de una nota de condolencia enviada por la Secretaría del Estado Vaticano que fue leída a todos los presentes.
No se puede negar que la familia se sintió acompañada por su iglesia desde el mismo momento en que se iniciaron los rumores de la muerte y supongo que hasta el presente instante. Así lo reiteraron Rosa María y Ofelia en cada declaración pública que se les permitió tener, tanto en la Parroquia como en el cementerio, a nombre de toda la familia. No puedo evitar sin embargo confesar cuan contraproducente me resultó todo el innegable acompañamiento de la jerarquía católica con las contradicciones que en los últimos años habían tenido con Payá, demostrable por ejemplo en las controversiales declaraciones de la revista Espacio Laical, como en la reciente editorial «El compromiso con la verdad» que en la voz del propio Oswaldo escuché refutar a través de entrevistas radiales, y lo hizo con una firmeza no reñida con su incuestionable y siempre presente ética cristiana de altos quilates, dejando claro que este grupo que ahora se expresaba a nombre de la iglesia no era la iglesia, porque él también lo era, al igual que otros católicos comprometidos con la justicia Del Reino de los cielos, y por tanto lógicamente contrarios al totalitarismo imperante en Cuba, tales como el también laico Dagoberto Valdés o el sacerdote José Conrado, seguidores de una línea de laicos y religiosos continuadores de Pedro Meurice, Pérez Serante, hasta llegar a próceres como José Agustín caballero, Varela o el obispo Espada.
Yo mismo, que fui una de las centenares de victimas de la represión durante la visita papal de Benedicto XVI en marzo, detenido domiciliariamente en casa de un amigo en Alamar bajo un escandaloso cerco de la policía política, y en espera aún de una palabra de lamentación por parte del Vaticano, o al menos de la alta jerarquía de la Iglesia Católica Cubana, imagino el inmenso dolor que debe haber sentido Payá que en notable contraste con la visita de Juan Pablo II en 1998, cuando sí se le tuvo en cuenta, había sido literalmente desechado esta vez. Me resulta muy fuerte y contradictorio que desechemos a la gente en vida cuando tenemos al menos la oportunidad de dedicar al menos un segundo, que a él no le dieron, para saludarle, y que luego en muerte sean concedidos todos los honores que en vida se negaron. Por supuesto, me refiero a sectores de la Jerarquía, no a la iglesia que siempre amó y defendió Payá, y de la que hasta el último instante fue voz y parte, y ahora mártir.