Era medianoche y Varsovia, mal juzgada, parecía estar tomada únicamente por las juergas, los clubes y los bares. Un grupo de cubanos, embelesados por la magia de aquella ciudad prueba de que la libertad puede al fin elevarse por sobre la pesadilla del comunismo autoritario, no podíamos dormir a pesar de las jornadas intensas de los días, y salíamos a tomar el pulso a la noche varsoviana. Sentados a las mesas junto a la calle de un bar donde un trío no paraba de entonar canciones irlandesas, de pronto, como en una visión, contemplamos acercarse a un personaje como salido de novela.
Un polaco barbudo transportaba de manos una bicicleta cargada de tesoros. La mercancía que pregonaba en la noche no era otra que música clásica y literatura selecta. Mariana Hernández, cubanoamericana que me hizo confirmar que los cubanos del exilio y los de adentro somos el mismo pueblo, salimos a su encuentro para comprobar que en Varsovia, lo mismo de día que de noche, la literatura y la cultura caminan por las calles.
No traía biblias entre sus libros pero al conocer mi interés por conseguir alguna en polaco, me hizo saber que la Sociedad Bíblica no quedaba lejos, y demostrando tenerla entre sus frecuentados sitios, me dibujo hasta el mapa con direcciones detalladas de cómo llegar hasta ella. Y con una sonrisa como solo un ángel polaco sería capaz de emitirla, desapareció entre la noche dejándonos una de las lecciones más justas que hayamos recibido sobre las sorprendentes noches de Varsovia.