El título de este post parafrasea al de un libro de Alfonso Sastre, Flores rojas para Miguel Servet. Lo compré en una librería al oriente de Cuba por donde realicé un viaje muy especial. Por alguna extraña razón la lectura de este libro se entretejió con las vivencias de mi viaje, especialmente en la mañana del sábado 9 de octubre cuando me dirigí a Banes.
Todo el argumento del libro de Sastre, preámbulo a su obra de teatro La sangre y la ceniza, trata de la lamentable y evitable muerte el 27 de octubre de 1553 de un hombre de cuarenta y dos años que al decir de Zweig, fue «un crimen judicial»; y el objetivo de mi viaje a Banes era precisamente el de orar y consolar en lo posible a la madre de otro hombre de cuarenta y dos años que el 23 de febrero de 2010 murió también por irresponsabilidad de otro Estado. Miguel Servet, incomprendido por sus ideas en el siglo XVI en la Ginebra de Calvino; Orlando Zapata Tamayo por las suyas en pleno siglo XXI en Cuba.
La lectura de Sastre me absorbía tanto que el camión hacinado en que viajaba no podía impedir que el libro me atrapara. Andaba ya por el capítulo XXVII en un párrafo como el que cito (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia):
«Algún autor ha calificado con cierta gracia y desparpajo de Gestapo de las costumbres a la Organización que velaba, en aquellos tiempos, por la salud espiritual de los, en otros, alegres y desordenados ginebrinos. La visita domiciliaria de la policía eclesiástica podía llegar a los hogares en cualquier momento… los agentes cuidaban, mediante esa piadosa inspección del interior de las casas…; de que las amas de casa no añadieran ningún alimento al estipulado y austero plato único; de que no hubiera ningún libro sin el sello de la censura consistorial… Para ello, aparte de la inspección ocular, se interrogaba a las criadas de sus amos, a los porteros sobre sus inquilinos y a los niños sobre sus padres.»
Esto leía y recordaba aquella famosa frase, no precisamente de Calvino, que fue pronunciada aquel día en que fueron organizados los recién festejados Comités de Defensa de la Revolución (CDR) :
«Vamos a establecer un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria, que todo el mundo sepa quien vive en la manzana, y qué hace el que vive en la manzana, y qué relaciones tuvo con la tiranía, y a qué se dedica, con quién se junta, en qué actividades anda, porque le implantamos un comité de vigilancia revolucionaria en cada manzana.»
Así leía y realizaba conexiones con mi realidad cuando de repente alguien anunciaba que habíamos llegado a Banes, y a la vez, y como para que me sintiera dentro del libro mismo, toda la alegría de la conclusión de un fatigoso viaje desde Holguín se fustigó cuando alguien habituado a estos trajines declaró: -¡Qué fastidio! La gente de la seguridad… – y sin el menor respeto al cansancio de los viajeros tres individuos vestidos de civil, sin identificarse, treparon al camión, mientras debajo quedaban otros siete, algunos uniformados junto a una patrulla de policía, solicitando el carné de identidad de cada cual para comparar nombres y apellidos con los de una lista que traían. Centenas de nombres estaban incluidos hasta ese momento y supongo que de encontrarse con algunos de los poseedores el destino habría sido ser puestos inmediatamente de regreso a casa sin haber llegado al objetivo, no sin antes pasar por el denominado todo el mundo canta de Holguín.
Que un individuo vestido de civil me solicitara mi identificación, sin identificarse él mismo, constituía una violación de mis derechos, así como el de todos los que viajaban en aquel camión, para muchos de los cuales, por lo que vi, esto era una escena mas que aceptada y habitual. Podía haber protestado, pero esto habría llamado la atención, si es que mi nombre mismo no se encontraba en aquella lista inquisitorial, y yo tenía un propósito claro y definido aquel mediodía: ver a Reina Luisa Tamayo, y orar y llorar con ella. Afortunadamente, o mi nombre no estaba aún en la lista, o el apremiado agente no tuvo ojos para verlo, pienso que es hasta bochornoso para ellos mismos esta irrespetuosa operación contra sus conciudadanos. Me aferré a la lectura del libro de Sastre, o al menos lo disimulé mientras lo vivía a la vez, lo cierto es que, milagrosamente, y a pesar del simple hecho de provenir de otra provincia, que aunque no estuviese en el listado ya de hecho me hacía sospechoso, logré pasar aquel primer cerco. No albergo dudas al respecto: ¡BANES ES UNA PLAZA CITIADA! Pregunté al viajero a mi derecha, como si no estuviera al tanto de los hechos, por qué sucedía esto únicamente en Banes y me respondió: -Es que aquí hay muchos opositores-. Tal vez mi invisibilidad se debió a lo que sucedió a un joven justo a mi izquierda, este no traía documento de identidad y atrajo toda la atención sobre él, le bajaron y condujeron a la patrulla para confirmar vía radio de quien se trataba, al parecer comprobaron lo que él afirmaba, que era un simple santiaguero graduado de Artes Escénicas que venía por motivos de trabajos al lugar, ya que volvió al camión para alivio lleno de suspiros de todos los evidentemente molestos pasajeros. Esta providencial situación es la que probablemente me haya salvado.
A los pocos minutos, por esos artilugios de la literatura, me sentía como bajándome en Ginebra, pero era Banes. Había rogado a Dios que pusiese delante de mí a alguien de buena voluntad que me indicase cómo llegar a Carretera al Embarcadero No. 6; era mi primer viaje a este lugar y nadie, ni la Seguridad, me esperaba. Dios me contestó, por elementales razones para con mi guía no daré detalles, por su ayuda sin conocerme, y por todo lo que hablamos, puedo afirmar que a pesar del intenso trabajo que realiza la Gestapo, pervive en Banes mucha admiración secreta para Reina.
Gracias a la compañía de este guía, con quien transité en conversación cordial cual si fuésemos viejos conocidos, me fue fácil sortear el segundo cerco, entablado junto a una línea de ferrocarril de camino a la carretera al Embarcadero, no sin dejar de sentir las escrutadoras miradas de sospechas cayendo sobre mis espaldas. Era un verdadero milagro, antes de la una de la tarde y yo estaba por fin en lo que fuera la casa de Zapata. Allí conocí también a dos de los hermanos y sobrinos del héroe, a todos los abracé como si siempre les hubiese conocido, y luego de presentarme tuve la bendición de orar con ellos y por ellos sintiendo su afecto entrañable.
Al día siguiente, como cada domingo, Reina Luisa y los suyos intentarían realizar su caminata a la iglesia y al cementerio donde fuera sepultado el martirizado hijo. Probablemente fueran acosados como en otras ocasiones, incluso era de suponer que para esta vez un poco más ya que estábamos en vísperas del 10 de octubre, fecha en que rememoraríamos la libertad que Carlos Manuel de Céspedes dio a gente del color de los Zapata Tamayo, y del levantamiento en armas iniciado en su finca La Demajagua en 1868. Ante una fecha así los enemigos de estos negros libertos tenían sobradas razones para estar nerviosos y debían impedir a toda costa la presencia de otras personas que quisiesen acompañarles. Habría dado cualquier cosa por estar a su lado y servirles de escudo frente a la violencia si fuere necesario. Según me lo afirmó Reina Luisa, quien me veía como una aparición del mismo cielo, mi presencia aquel sábado era mucho más que un milagro.
Ha dicho el historiador Friedrich Oehninger que «hasta el día de hoy, la ejecución de Servet trae deshora al nombre y la obra de Calvino», y han pasado más de cuatro siglos. Orlando Zapata Tamayo no murió quemado en una hoguera como Miguel Servet, su muerte fue mucho más lenta, el gobierno que le tenía prisionero le dejó morir cuando plantado en huelga de hambre, que se extendió por más de ochenta días infernales, la respuesta de sus carceleros fue negarle el agua durante diecisiete días luego de los cuales ya no había nada que hacer por más que se corriera, como se hizo al final para guardar la forma. Como bien apuntara Rafael Rojas en su artículo La doctrina de la impunidad, el gobierno cubano solo cumplió con el acuerdo tercero de la Declaración de Malta (1991), suscrita por la Asociación Médica Mundial, para el tratamiento de huelgas de hambre en cautiverio o en libertad: el de no alimentar por la fuerza al individuo, pero los restantes veinte acuerdos de la misma Declaración no fueron cumplidos en la asistencia médica penitenciaria de Zapata, además de que descartaron por principio la negociación, y no le trataron como a un ser humano con plenos derechos.
Diecisiete días antes de morir Miguel Servet escribía a sus verdugos su última carta:
«Hace tres semanas que deseo y demando tener audiencia y aún no la he podido obtener. Yo os suplico por el amor de Jesucristo, que no rehuséis lo que no rehusaríais a un turco, pidiéndoos justicia. Tengo que deciros cosas de importancia y bien necesarias. En cuanto a lo que habéis dispuesto de que se proveyese algo para que esté más limpio, no se ha hecho nada. Estoy más miserable que nunca. Además, el frío me atormenta grandemente a causa de mi cólico y quebraduras, aparte de otras miserias que me da vergüenza escribiros. Es una gran crueldad que no me deis permiso siquiera para hablar, a fin de poner remedio a mis necesidades. Por el amor de Dios, mis señores, dad orden de esto, o por piedad o por deber. Hecha en vuestras prisiones de Ginebra a 10 de octubre de 1553. –M.S. »
En memoria de Servet hoy la Servetus International Society tiene como propósito reunir a todo aquel que esté comprometido con la tolerancia de ideas y el respeto por los derechos individuales, preservando y promocionando la herencia de Miguel Servet como estandarte en la lucha por la libertad de conciencia. Algún día en Cuba tendremos un tipo de sociedad similar que rinda homenaje al ya emblemático nombre de Orlando Zapata Tamayo. Entre tanto, es importante que los hombres y mujeres de buena voluntad, incluyendo la Servetus International Society, tomemos nota sobre este hombre también de cuarenta y dos años que como Servet en pleno siglo XXI, se dejó morir.
«ACORDAOS DE LOS PRESOS, COMO SI ESTUVIESEIS PRESOS JUNTAMENTE CON ELLOS; Y DE LOS MALTRATADOS, COMO SI ESTUVIEREIS EN SUS PROPIOS CUERPOS (HEBREOS 13.2)»