Tal vez el nombre verdadero de María Pepa, era María Josefa, pero todos, quienes la querían y quienes no, jamás le decían su nombre verdadero. María Pepa era una mujer cristiana, metodista, nunca tuvo hijos y había enviudado pocos años después de haber contraído matrimonio con el único hombre al que amó. Era una cristiana muy activa y aun cuando la vejez y la enfermedad le impidieron seguir congregándose en el templo con los demás hermanos, esta mujer no paró de predicar y de incidir con su vida a otros para llevarlos a los pies de Cristo.
Fue con ella que comencé a dar mis primeros pasos en la fe, era una niña y estudiaba en la escuela primaria que quedaba justo al lado de su casa, al fondo de su patio que colindaba con el de nuestra escuela, había una gran mata de tamarindos, los niños siempre queríamos comernos los tamarindos cuando todavía estaban verdes y María Pepa con la mayor paciencia de este mundo nos explicaba, que así la fruta no era sabrosa y que no nos preocupáramos porque ella había sembrado aquella mata para los niños de la escuela, que en cuanto maduraran todos comeríamos. Con este cariño infinito aprovechaba y nos hablaba de Jesús y nos invitaba a la iglesia, la mayoría no aceptaba la invitación porque en aquellos tiempos ir a la iglesia era como cometer algún delito, las personas no se acercaban a los templos evangélicos o católicos por temor a no marcarse y si lo hacían, iban casi que a escondidas para no ser perjudicados. Solo cristianos firmes y consagrados como María Pepa continuaban asistiendo y predicando, sin miedo, valientes y decididos en el amor de Cristo.
Fue en estos breves encuentros que comencé a conversar con María Pepa, un día le dije que no asistía a la iglesia porque podía perjudicar a mi familia ya que algunos de sus miembros eran militantes del Partido, pero que quería más que nada aprender de Jesús y de la Biblia. Entonces se le ocurrió la idea de que fuera a su casa los domingos en la tarde, ella me enseñaría las lecciones bíblicas que recibía durante la mañana en la Escuela Dominical de su iglesia, yo no tenía Biblia porque en los años en que los cristianos eran perseguidos y atosigados por el Gobierno la entrada de Biblias era prácticamente nula y solo algunos creyentes tenían, María Pepa poseía dos, la que ella usaba y otra muy viejita, versión Reina Varela revisada y acotada en 1909, con esta Biblia comencé mis primeras lecciones. Desde el lunes estaba añorando la llegada del domingo, en una pequeña libreta anotaba las lecciones. Cuánto amaba a aquella señora, mi primera maestra de escuela dominical, a aquella casa que fue mi primer templo y a aquella Biblia gastada por los años y el uso, jamás podré olvidarles.
Cuando en las tardes o en las noches pasaba por el templo Metodista y este estaba abierto, siempre miraba hacia adentro, solo dos o tres personas, la mayoría de avanzada edad como María Pepa, el Pastor al frente y como únicos niños, sus hijos. Las iglesias estaban vacías, el Gobierno definido como Socialista en el año 1961 había impuesto a los cubanos la doctrina comunista y quería arrancarles sus creencias, su espiritualidad. Muchos creyentes dejaron de asistir a los cultos o reuniones, estaban en riesgo sus trabajos, estudios o los de algún familiar, quienes no creían, ahora creían menos porque el Sistema estaba saturando a la sociedad cubana con su ateísmo y su materialismo. Muchas Biblias fueron destruidas y en las escuelas la lección más punzante era la de que “la Religión es el opio de los pueblos”, los maestros explicaban que solo los ignorantes podían creer en Dios y que la iglesia se aprovechaba de esta ignorancia para explotar a los hombres. Intentaron borrar a Dios de nuestras vidas, de nuestra historia, pero es imposible borrarle del corazón de quienes le amamos.
Hombres y mujeres de valor como María Pepa fueron los puntales de las iglesias cubanas, ellos continuaron predicando la Palabra de Vida en medio de la adversidad y de las tinieblas, a ellos debemos en gran manera los cristianos de hoy nuestra sobrevivencia. El Dios de los Siglos prevaleció, como lo hará aun en el fin de los tiempos, él se encargará de hacer justicia perfecta y verdadera a su pueblo. María Pepa falleció a inicios de la década del noventa, nunca olvido el momento de nuestra despedida cuando yo marchaba para estudiar en la Universidad de La Habana, puso sus manos sobre mi cabeza y con los ojos cerrados oró al Padre: “Amado Dios da valor a esta tu hija para que por encima de todas las cosas de este mundo ella permanezca fiel a ti, en el nombre de nuestro Redentor, amén”, un abrazo y un adiós definitivo sellaron la última ocasión en que nos veríamos en esta vida. Pero la dulcísima voz de mi valiente maestra de escuela dominical suena como un manantial de agua viva en mi memoria.