Por: Yoaxis Marcheco Suárez
Con frecuencia recuerdo la letra de aquella canción de Carlos Varela, tarareada por muchos y muchas de mi generación: «No tuve Santi Claus, ni árbol de navidad…» Y la recuerdo no solo como la canción de moda de esa etapa de mi vida, sino como la realidad social que rodeó mis años adolescentes. Desde siempre he creído en el Dios Bíblico, y por supuesto, en la historia del Hijo que nació en la humilde y casi olvidada aldehuela de Belén, Jesucristo. Aunque sé que Santa Claus y el árbol navideño no son elementos de esa primera y auténtica navidad judía, desde niña eran para mí símbolos de fiesta y de júbilo, como los sombreritos y la piñata que no deben faltar en el cumpleaños de un niño cualquiera. Pero en los primeros años de mi vida, en Cuba estaban terminantemente prohibidos los adornos y las virutillas navideñas. Era pecado capital encender las luces de colores en establecimientos públicos, ya fueran mercados o cualquier otra entidad, y quien lo hiciera en su casa, corría el riesgo de ser mal visto por los vecinos del Comité, y que luego el jefe de la cuadra no le recomendara para los estudios en universidades o para la obtención de empleos. Celebrar la Navidad era sinónimo de ser creyente, y ser creyente era indicativo de ser desafecto al Gobierno, inadaptado del sistema, y entildado además por los marxistas como: ignorante, incapaz, elemento adormecedor de la razón y la inteligencia de los pueblos.
Así y todo, a diferencia de Carlos Varela, yo pude gozar la emoción de aquellos árboles hechos de gajos naturales, que comenzaban verdes y terminaban la temporada navideña totalmente secos, pero siempre llenos de vida, iluminados con decenas de bombillas incandescentes de sesenta watts, pintadas con pintura de vinil y muchas veces fijas, sin poder parpadear, porque los recursos no nos daban para tanto. Entre las hojas y en la base del árbol, grandes tiras de algodón blanco simulaban la nieve, y en la cúpula una estrella enorme, hecha de cartón y coloreada de amarillo, casi dorado, venía a imitar el lucero que resplandeció en la noche feliz del nacimiento del Mesías. No habían regalos, eran tiempos de muchas necesidades, aunque sí los hermanos más ingeniosos hacían pequeños muñecos de tela, pequeños santi claus que los niños podíamos llevar a casa para fantasear un poco con la leyenda del hombrecito gordinflón que montado en un trineo tirado por renos, viajaba por el mundo repartiendo juguetes a los niños de buen comportamiento. Recuerdo la pregunta que una de mis amigas de la infancia hizo a su madre en ocasión de un día de reyes: ¿Acaso Santa no ve que yo me porto bien, entonces por qué se le olvidan mis regalos? Confieso que fui incrédula con respecto a Santa, aunque siempre he disfrutado el día de Reyes recordando los regalos que los magos del Oriente pusieron a los pies de Jesús. De niña era imposible creer en el gordito del trineo, los regalos brillaban por su ausencia, pero a pesar de eso era bueno ver brillar las luces del árbol en la iglesia y escuchar las cantatas navideñas.
Hoy cuando las luminarias y las guirnaldas de colores adornan entidades estatales y tiendas, cuando tener un arbolito en casa no es nada del otro mundo, cuando al menos una vez al año los “militantes” del Consejo de Iglesias de Cuba ofrecen homilías radiales, y conciertos navideños televisados dentro del marco bien controlado de la televisión oficial, parece que todo va viento en popa en lo que a relaciones Estado-iglesia se refiere. Esas relaciones, que no van tan viento en popa como aparentan y mucho menos a toda vela, solo dejan comprender al buen entendedor que el Estado cubano actual le guarda el vinagre a las iglesias y que un número considerable de estas últimas solo trata de sobrevivir y readaptarse a la cobertura aparente que se le ofrece.
En mi caso particular añoro aquellos gajos secos llenos de amarillentas bombillas, pero con iglesias verdaderamente sanas en el espíritu y centradas en el amor cristiano. Iglesias que eran poderosas en lo poco y que dieron lecciones valiosas de arrojo y dignidad cuando recibieron el ataque voraz del gobierno revolucionario.
Todavía hoy el mismo sistema político de antaño impera en Cuba, convenientemente trata de variar su facha, e incluso ir hasta el extremo de negar lo que la historia ha dejado en la mente y el recuerdo de muchos creyentes cubanos de aquellos aciagos tiempos. Pero, aunque la navidad nunca se ha dejado de celebrar en Cuba a cualquier precio por los creyentes sinceros y comprometidos con la fe, Carlos Varela y su famosa canción siguen siendo un testimonio vivo e incuestionable del pasado no tan lejano, cuando tararear un villancico, prender un árbol o colocar un nacimiento, era más cuestionable que robar un banco.