Por más que el gobierno pretenda atemorizarme con esos estrambóticos editoriales seguiré levantando mi voz por Juan Wilfredo. No seré ni el sacerdote, ni el levita que siguieron de largo cuando encontraron a un hombre golpeado y tirado junto al camino. Tengo el reto de ser el samaritano que se hizo cargo; y aunque ya no pueda curar sus heridas todavía me resuenan sus palabras de aquella mañana del jueves 5 cuando Dios nos hizo coincidir en el tiempo y el espacio, por última vez, para hacerme conocer de su propia voz de la severa golpiza que le habían propinado con tonfas.
Es inadmisible que para intentar limpiarse de esta muerte el gobierno cubano conjure las guerras de Iraq y Afganistán, las prisiones de Abu Ghraib y la Base Naval de Guantánamo, y miles de problemas más. Que se cometan crímenes alrededor del mundo no justifica que también se admitan en Cuba. La diferencia está que la muerte con la que me rocé fue con la de mi amigo Juan Wilfredo. Él me consideraba su pastor y no tenía por qué engañarme, independientemente de que más que sus palabras me hablaron sus expresiones de dolor como le hablaron a treinta testigos referenciales que como yo están dispuestos a declarar, sin mencionar a quienes no lo están porque sienten un miedo que no juzgo.
Lo más alarmante es que la golpiza a EL ESTUDIANTE no constituye un hecho aislado. Todas las semanas son reportados casos de golpeaduras y actos de repudio. Yo mismo estuve condenando hechos de violencia que tenían lugar en el Reparto Río Verde en La Habana contra Sara Martha Fonseca Quevedo al mismo tiempo que se celebraba el VI Congreso del Partido cuyo Informe Central, en su penúltimo párrafo, constituyó por cierto un incentivo para ello. La diferencia fue que Sara Martha no murió de dichos golpes, al menos no por secuelas inmediatas, porque nadie podría calcular los traumas infringidos con repercusiones más lentas. Si ella hubiese muerto el gobierno habría tratado también de sacudir su responsabilidad y habría invocado otra muerte natural, y es que no hay nada más natural que morir como consecuencia de los golpes.
No soy partidario de que nadie venga a bombardear La Habana, como tampoco lo soy de que nadie golpee a un hombre impunemente como lo hicieron con Juan Wilfredo reventándole su páncreas. Respecto al diferendo Cuba-EE.UU siempre he sido partidario de que los problemas de los cubanos tenemos que resolverlos los cubanos. Y este es uno de esos problemas donde por obra y gracia de la Providencia, y no de una campaña internacional que pretenda fabricar ningún pretexto, me encuentro involucrado. Solo me gustaría recordar que las palabras que refiero no las dije tras la horrenda muerte de Juan Wilfredo, sino aquella misma mañana de la golpiza, como puede constatarse en internet por cualquiera que revise mi cuenta en Twitter: @maritovoz.
Yo no fui el único ministro religioso en mantener una relación cercana con Wilfredo. Y no hablo solo de pastores cubanos. EL ESTUDIANTE formaba parte ya del paisaje urbano del parque Vidal de Santa Clara y destacados ministros evangélicos internacionales, a su paso por la ciudad, llegaron también a conocerle y a establecer una relación cordial con él. No mencionaré sus nombres pues no tengo permiso para hacerlo, pero desde lejos conozco de su estado de conmoción. Desde la distancia y también desde cerca estoy recibiendo múltiples muestras de preocupación y de credibilidad a mis palabras. No me siento solo.
Considero que el gobierno cubano, siempre reticente a abrir sus puertas a investigaciones internacionales, podría en este caso tan lamentable -si realmente se siente tan seguro de su inocencia- ofrecer la posibilidad a alguna comisión especializada y neutra que lo corrobore. Pero no serán las amenazadoras editoriales, ni las condenas a medio mundo, quienes me atemoricen a mí, ni las que consigan demostrar la limpieza de un gobierno desesperado; bien dice el dicho popular: «Dime de que alardeas y te diré de qué careces». Entre tanto, este cura de aldea seguirá repitiendo, con todo el poder que le confieren la justicia y la verdad, que la sangre de Wilfredo, como cualquier vida arrancada a la fuerza de este mundo, clama a Dios desde la tierra.
Pbro. Mario Félix Lleonart Barroso