Traté de saber si Erasmo de Rotterdam era de aquel partido. Pero cierto comerciante me respondió: «Erasmus est homo pro se» (Erasmo es hombre aparte). (EPÍSTOLAS OBSCURORUM VIRORUM. 1515)
Era el siglo XVI y la búsqueda de la libertad parecía por fin avistar un horizonte. La Reforma abría paso a la modernidad, y el oscuro medioevo que aprisionó por siglos la vida de los seres humanos, cual las biblias encadenadas a sus monasterios, comenzaba a recibir su extremaunción. Aquel monje agustino que en acto cuasi suicida el 31 de octubre de 1517 clavó noventa y cinco tesis a la puerta de su iglesia, era incapaz de imaginar que, en la misma medida que aprisionaba el cartelón, desclavaba al hombre de esa edad oscura vergonzosamente ya entonces milenaria.
Pero no era como para que el atalaya de este barco perdido armase todavía demasiado alborozo. Paradójicamente, el mismo Martin Lutero, capaz de defender su posición ante la Dieta de Worms y majestuosamente concluir encomendándose a la voluntad divina, consciente de que solo un milagro podría salvarle, y uno más grande que el que una vez le librara de aquel rayo; con la misma vehemencia condenó las acciones radicales de los campesinos alemanes, tachó de herejes dignos de hoguera a los anabaptistas, y, es duro decirlo, aportó también su escalón a la escalera antisemita que siglos después desembocaría en el horror del Holocausto.
Sería un católico, sorprendentemente nunca excomulgado, quien consiguiera caminar mejor por esa sinuosa frontera que traza el hilo que divide el territorio de la libertad del de la prisión del alma humana. Correspondería a Erasmo de Rotterdam equilibrar la balanza entre la cordura y el desenfreno. Fue así como se insufló nuevos aires a uno de los debates más interesantes y sin concluir, que tal vez prosiga mientras se prolongue aún esta loca travesía en la búsqueda del mayor de todos los Dorados: la del libre albedrío.
Más allá de las controversias teológicas en que nace la Diatribe de libero arbitrio (1524), que han llegado a convertir el tema a veces en un asunto abstracto, de poca utilidad práctica para un mundo donde la libertad parece seguir solo allí, en el horizonte, Erasmo tiene el mérito no solo de ser uno de los espíritus más libres que hayan pasado por la tierra, sino de apuntar en su tratado hacia este tema tan crucial para los hombres, tan divididos, frenados y cercados lamentablemente, unos contra otros, y donde quien pierde siempre es el ser humano individual.
Si bien la obra se enmarca en las disputas con Lutero, ya que encuentra respuesta pronta en él (1525) con su acalorada exposición de la servidumbre de la libertad humana, y derivada luego en uno de los principales puntos de ruptura de Calvino, por su énfasis en la predestinación; no hay dudas de que muestra a Erasmo colocando su dedo en la llaga que es la historia humana. Es por ello que ninguna disertación sobre la libertad se encuentra libre, valga bien la redundancia, sin reconocer su lugar a Erasmo. Él mismo que rió irónico, y a carcajadas, de papas, reyes, obispos, filósofos, comerciantes, y en fin, de todo aquel quien se creyese dueño de la libertad ajena olvidando el imago deo que otorga a todos por igual el don del libre arbitrio por encima del cual ni el mismo Dios ha decidido pasar. Su época fue precedida e incluida en la etapa de los denominados descubrimientos y conquistas, pero este Desiderio de Rotterdam no ambicionó otro continente, por más escurridizo que parezca en el horizonte, que el de la libertad.