El 31 de octubre de 1910, un anciano ruso, aparentemente uno más de entre los miles que utilizaban como techo una estación de ferrocarril cualquiera de las centenares que se dispersaban por toda Eurasia, moría de frío en la sala de espera de la hasta entonces desconocida estación de Astapovo. Pero las apariencias suelen engañar porque este frágil anciano no era un simple koljov.
León Tolstoi había logrado arrancarse las cadenas sociales que le clasificaban como conde cuando él sencillamente aspiraba a ser un campesino, y sin que nadie pudiese impedirlo se enfundó unas botas comunes de labriego y se confundió entre ellos. Cual si no bastase su protesta civil se convirtió también en crítico de la «Iglesia Ortodoxa de todas las rusias» por la cual fue excomulgado, iniciando así un auténtico movimiento religioso de seguidores que con pasión inscribieron nombre en las listas de los movimientos religiosos radicales, los tolstoyanos. No tranquilo en manifestar su inconformidad en medio de la realidad en que le tocó vivir reflejó también sus desacuerdos en el universo de la literatura legándonos clásicas novelas con trasfondo autobiográfico como La guerra y la paz, su Ana Karenina, y Resurrección. Y rebelándose también contra la fama irrenunciable de novelista se negó entonces a volver a escribir otra novela, sin tener en cuenta el lamento de media Europa, y se convirtió en comentarista bíblico con hermenéuticas tan originales como la que resultó en La verdadera vida: vida y obra de Jesús de Nazaret.
Pero este espíritu libre todavía cargaba cadenas de las que requería liberarse. Nikolaievich parecía a veces olvidarse que no vivía solo y que con sus decisiones arrastraba y afectaba a su alarmada familia. Ni sus hijos ni su esposa estaban de acuerdo en descender voluntariamente en la escala social. No les hacía ninguna gracia tener que abandonar la vida de la aristocracia, ni sentían la necesidad de echar las peleas teológicas del padre de familia. Y cuando al menos se adaptaron a la idea de ser los más cercanos a tan famoso escritor, no pudieron entender su renuncia a dicha fama. Así la vida íntima de Tolstoi se convirtió en agonía y todos los barrotes de la palestra pública que había quebrantado a plena luz parecían reacomodarse para aprisionarle precisamente en el ámbito reservado de su propio hogar, entrando en profunda contradicción esta vez la libertad individual con lo que podría concebirse como la libertad del conjunto familiar.
Fue definitivamente aquel 31 de octubre de 1910 cuando se produjo el grito total de independencia del incomparable genio ruso. Stefan Zweig lo describe magistralmente en su selección de Momentos estelares de la humanidad, bajo el título La huída hacia Dios, en forma de guión teatral preparado para ser adicionado a la autobiografía dramática que Tolstoi empezó a escribir en 1890 y que se publicó y representó como fragmento de sus obras póstumas con el título de La luz que brilla en las tinieblas. El biógrafo austriaco lo resume todo al declarar: Por fin, en los últimos días de octubre de 1910, las dudas de veinticinco años se trocaron en resolución, aunque a costa de una dolorosa crisis interior, «su liberación». Después de una dramática lucha en lo más íntimo de su ser y en el seno de su familia, huye para hallar «una muerte sublime y ejemplar, que consagra y estructura el destino de su vida». De esta manera, en una de las millares estaciones rusas de ferrocarril, en medio del frío y en un banco común, el anciano pasó por ser otro indigente y fue llevado por la muerte, a quien hasta tal vez lograra confundir, liberándose de todo y de todos, incluyendo la prisión del propio cuerpo, y demostrando el costo que puede tener la libertad. Su tumba sencilla, descrita con apasionante admiración por el mismo Stefan Zweig, cuando en su obra póstuma El mundo de ayer relata su revelador viaje a Rusia, quizás tuviera ecos y contenga alguna de las respuestas al suicidio años después de este propio escritor austriaco junto a su esposa, exiliados en la lejana Petrópolis de Brasil.