El «Manual de Incidencia Política de CSW» ha sido adoptado y adaptado por Patmos en Cuba para talleres que contribuyan a empoderar a los creyentes para incidir, como debemos, en las políticas hasta hoy muy desacertadas, llevadas a cabo en nuestro país. Mientras lo revisaba me llamó poderosamente la atención una referencia hecha al caso de la compañía petrolera Unocal, de California, llevada a juicio en EE.UU por usar el trabajo forzado en la construcción de un oleoducto en cooperación con la junta militar de Birmania. No pude evitar el traslado de mi mente a veinte años atrás, entre el 30 de noviembre de 1993 y el 28 de julio de 1994, cuando junto a muchos otros jóvenes en el Ejército Juvenil del Trabajo, EJT, se me explotó en calidad de mano de obra barata, sometido también a trabajos forzados para reportar cuantiosas ganancias a una empresa israelí en negocios con el régimen en Cuba. Me pregunto en qué situación se vería esa empresa judía si ciudadanos esquilmados como yo tuviésemos acceso a un estado de derecho como le sucedió a Unocal. Además de disponer a sus antojos del plan citrícola en Jagüey Grande, Matanzas, lo hicieron también con nuestras vidas sacándonos el máximo provecho cual si fuésemos de su estricta propiedad, tratados como esclavos.
Guardo fresca en mi memoria una noche, afortunadamente de luna llena cuando a las diez pm todavía estábamos en el campo, sin comer ni bañarnos, tras una gigantesca jornada de trabajo que se remontaba al amanecer, solo interrumpida por un exiguo almuerzo. Nos encontrábamos entonces en un campo de concentración aledaño al poblado San José de Marcos. El Mayor Montes de Oca, Jefe del Boom, había advertido en la mañana que hasta que no cumpliésemos la norma no nos haría regresar del campo, era necesario cumplir los planes acordados con los israelíes y nosotros los estábamos obstruyendo. Llegué a pensar que aquella noche dormiríamos en la campiña pero al filo de las once pm fue enviada la carreta a buscarnos, en definitiva desde el anochecer estábamos en paro. «Mañana nos veremos» – anunció amenazante el mayor. Exhaustos caímos a la cama con la ropa sudada durante todo el día, y sin bañarnos, pues para colmo en la Unidad no encontramos ni una sola gota de agua, y aunque la hubiera el aseo habría tenido que hacerse sin jabón: hacía tres meses no se nos hacía entrega del aseo personal. Según el Mayor Montes de Oca las asignaciones se nos enviaban al Boom donde nos habían ubicado originalmente, contiguo al poblado de Socorro, en Pedro Betancourt, y de allí no nos enviaban nada. Unas semanas después se descubrió que fuimos víctimas de robo como era de esperar de la inmensa corrupción administrativa que imperaba en los altos mandos del EJT.
Al día siguiente al mediodía Dios me dio la oportunidad de retar ante el Campamento al temido Mayor Montes de Oca. Concluido el magro almuerzo hizo formarnos a todos en el campo colocando al frente a nuestro rezagado pelotón. Uno a uno debíamos comprometernos a cumplir la norma ante todos. Tuve la esperanza de que al menos algunos de mis compañeros se negaran, pero imperaba la cultura oportunista de la sobrevivencia. Las palabras recién leídas en la pequeña biblia que siempre llevaba resguardada en un nylon escondida en uno de mis bolsillos resonaban en mi mente. Eclesiastés 5.5: «Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas» fue la frase que profesé una vez llegó mi turno, cuando me negué a comprometerme a nada. El oficial literalmente tronó ante el Campamento, hizo una alusión al héroe mambí Antonio Maceo, y me condenó al calabozo de cuyas condiciones infrahumanas mejor no hablo.
Al menos yo gozaba de la condición privilegiada de ser «diferido» (solo un año de servicio antes de entrar a la universidad), y apenas fui sometido a estos maltratos por ocho meses, la mayoría de aquellos jóvenes debería entregar dos años completos de sus vidas, y algunos no tendrían la paciencia suficiente para ello, como aquel joven de Caibarién quien tras fugarse y ser detenido, luego de días sometido al calabozo, mientras era trasladado a la temible prisión militar conocida como «La Paula», de donde solo se contaban horrores, se suicidó lanzándose de la rastra en que lo llevaban con sus manos atadas a la espalda, ante la sorpresa inútil de sus guardias. No podía soportar trabajar como esclavo para una empresa israelí en contubernio con el régimen mientras su abuela y su niña de tres años, dependientes totalmente de él, se morían de hambre en Caibarién.
Lo más crudo para mí no fueron los maltratos de un régimen de quien esperaba cualquier cosa, sino la decepción de que fuese precisamente una empresa israelí la que se aprovechase de sus ofertas, entre las que nos encontrábamos nosotros. Esto hería mi más profunda sensibilidad y mi amor por Israel, en lo cual se me educó desde mi primera infancia, fruto de los estudios bíblicos, y objeto prioritario de mis oraciones; a pesar de la propia campaña del sistema en contra de esta gran nación. Tampoco podía entender de qué bloqueo cacareaba el totalitarismo cubano si se daba el gusto de comerciar con una empresa del mayor aliado de los EE.UU, sin necesidad de relaciones políticas con ese Estado.