Salve, Erasmo (II)

La Iglesia no debería pedir sólo para sí aquellos derechos que debería pedir para todo su pueblo. Dagoberto Valdés Hernández.

Todo parece indicar que el Elogio a la locura de Erasmo de Rotterdam conserva toda su vigencia. Buena parte de sus párrafos, así como de sus originales ilustraciones cobraron vida en un contexto aparentemente tan alejado en espacio y tiempo de la Europa de los siglos XV y XVI como aparenta serlo la Cuba caribeña en días como los transcurridos entre el 26 y el 28 de marzo del 2012. De un lado el mundo pudo contemplar a otro de esos generales devenidos en jefe de estado declarar con toda parsimonia, mientras daba la bienvenida al obispo de Roma: «la libertad religiosa es respetada por el Gobierno Revolucionario que yo presido.». De otro lado pudo escucharse al Sumo Pontífice emitir una frase tan magistral como podía serlo teniéndose en cuenta el teólogo que también encarna, tarea a la cual solo debía haberse dedicado: «Dios no solo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla.»

Lo irónico es que mientras todo el protocolo cargado de hipocresías y cumplidos tenía lugar en plazas públicas, cientos de oscuros y húmedos calabozos, a lo largo de la isla, se abarrotaban, no de brutales criminales, ni delincuentes conjurados para infringir daño a alguno de los dos políticos octogenarios, sino de personas pacíficas, escritores, artistas, periodistas, y algunos hasta fieles católicos, privados de participar de las misas oficiadas, práctica que tenía lugar por cierto y sigue teniéndolo cada domingo para decenas, si bien no en cifras de centenares como sí ocurrió durante la visita de Benedicto XVI a Cuba. Agregado a todos los literalmente detenidos, otras decenas fueron inmovilizados e incomunicados en sus casas bajo estricta vigilancia.

El monopolio de los medios en la isla, incluido la telefonía, aprovechó su injusta hegemonía para extorsionar e incumplir convenios con cientos de sus propios clientes, que fueron así afectados por el mayor operativo tecnológico que haya tenido lugar hasta el momento en Cuba, llevado a cabo por las propias autoridades, y que silenció teléfonos fijos y móviles en lo que se ha dado en llamar Operación Voto de Silencio, ordenada y dirigida por los criminales Órganos de la Seguridad del Estado. De esta manera el desgobierno de Cuba incurrió en la violación de su propia legislación que pisoteó, siempre en detrimento del individuo, al hacer caso omiso de la Ley No. 62/87 de su Código Penal (Actualizado) incluida en el Libro II, Titulo IX, Capitulo 1, Sección Tercera, Articulo 286 cuando se advierte que quien sin razón legítima ejerza violencia sobre otro o lo amenace para compelerlo a que en el instante haga lo que no quiera, sea justo o injusto, o a que tolere que otra persona lo haga, o para impedirle hacer lo que la ley no prohíbe, o a él que por otros medios impida a otro hacer lo que la ley no prohíbe o a ejercer sus derechos, será sancionado a penas de privación de libertad o cuotas de multas según fuere el caso.

Lo más triste de esta historia que ilustra una constante manera de comportarse -más o menos agresiva, más o menos abierta o solapada- de un régimen que viola los derechos de libertad religiosa de sus ciudadanos, es que esta vez se convirtió en cómplice del atropello hasta la mismísima iglesia y a su Papa que no emitieron ninguna condena inmediata a tales maltratos. Afortunadamente ahora conocemos del encuentro del nuevo Papa Francisco con Berta Soler, líder de las Damas de Blanco. Es de suponer que en algún momento suceda lo mismo en relación a la complicidad que sostuvo Pío XII con Adolfo Hitler de lo que constituye prueba irrefutable aquel cobarde concordato; décadas después tuvo que venir otro Papa, Juan Pablo II, para pedir perdón a nombre de la iglesia. Tanto en aquella historia como en esta y tantas otras, así como se vuelven a suceder las escenas y personajes descritas antaño por el genial Erasmo, se ponen también de manifiesto las atinadas palabras de Dante: «las partes más ardientes del infierno están reservadas para aquellos que en tiempo de gran crisis moral se mantienen neutrales.»